En febrero pasado se cumplieron 20 años de la implementación del sistema de retenciones a las exportaciones y en esta oportunidad se pretende aportar una mirada adicional sobre su impacto en el sector y en el país. Para poder realizarla, en primer lugar es indispensable tomar una adecuada perspectiva de lo ocurrido en el mundo todo este tiempo.
Debe recordarse que mientras al sector privado más dinámico de la Argentina se lo privaba de estos recursos, (y se lo enloquecía con regulaciones sin fin) el mundo vivió una transformación de una magnitud y velocidad como nunca antes en la historia. Solo basta comparar cómo nos informábamos, cómo comerciábamos o cómo nos relacionábamos cuando comenzó el siglo. Sin embargo, a pesar de los cambios generados por la disrupción tecnológica, la permanencia de este impuesto se ha mantenido prácticamente inalterable. Y es a la luz de este cambio que se ha dado en el mundo que se plantean algunas reflexiones sobre el impacto de este impuesto en el agro, en su futuro y en el país. No se pretende discutir al impuesto desde la perspectiva moral de su naturaleza ni sobre el peso que debe tener el Estado.
Nadie discutirá el funcionamiento del modelo escandinavo, como tampoco el de los EE.UU. En todo caso, se puede discutir cuán efectivos han sido quienes han gerenciado esa enorme masa de dinero. Lo que sí se pretende observar es acerca de los incentivos que este impuesto (sumados al resto de la impericia general), determinan. Desde la época de Moisés hasta las empresas de hoy, pasando por Lafontaine y su “Fábula de la Hormiga y la Cigarra”, se ahorra en los tiempos buenos para disponer de recursos en los malos. Es la manera de dotar de sustentabilidad a los sistemas. Así actúan los seres vivos y así actúan las empresas.
Ahora bien, ¿qué ocurre cuando el excedente ahorrable corre riesgo de dejar de existir? Ni hablar cuándo llega “la mala”. En primer lugar se activa el modo alerta, se deja de mirar el futuro y se pone toda la atención en el presente. Un ser vivo deja de generar reservas. Una empresa, detiene la inversión. Cuyo fruto, de aparecer, lo hará en el futuro. Es decir, se sacrifica el futuro en detrimento del presente.
Paradojas
Esto plantea una paradoja, porque el principal desvío del sistema capitalista se da cuando solo se centra en el capital financiero y trae al presente toda la renta futura posible, sin cuidado de otros capitales (humano, ecológico, relacional, por ejemplo) como ocurrió con la crisis financiera global de 2008-2009. De manera tal que se puede decir que los efectos de las retenciones van en el mismo sentido que los del “capitalismo salvaje”. Sorpresa para quienes argumentan en favor del impuesto y sobre lo que basan algunas narrativas que le dan sustento. Para peor, todo este proceso ocurrió durante un período en el cual la economía global, como pocas veces, miró al futuro. Tasas de interés hiper bajas dotaron al mercado de una gran liquidez que, junto a la maduración de las tecnologías digitales, potenciaron la gran transformación que se mencionó al principio.
Mientras el mundo se dedicó a desarrollar las empresas que aportarán los bienes y servicios que se consumirán en el futuro, la Argentina, por pensar solo en el presente, le puso un pie encima a sus iniciativas vernáculas quitando de las esfera privada alrededor de 120.000 millones de dólares. Estos números, por dónde se los mire, son una enormidad. Pero lo son mucho más en términos de la economía del conocimiento, cuyo crecimiento es exponencial. Estas empresas “del futuro”, las startups, son financiadas por el llamado Venture Capital o Capital Emprendedor. Es gente dispuesta a acompañar la visión de emprendedores ambiciosos que se proponen generar disrupciones en todas las industrias aún a riesgo de perder en el camino toda la inversión realizada.
Así fue como surgieron Amazon, Google, Tesla, Mercado Libre y la mayoría de las principales empresas del mundo. Y es con esa misma lógica que nuevas generaciones de empresas se suman a la revolución. Lógica que no es ajena a nuestro sector, sea alimentos, energía o fibras. Fomentando estos instrumentos, países sumamente limitados en recursos naturales como Israel, Holanda o Chile se están convirtiendo en actores centrales de la alimentación. También, de la misma manera grandes corporaciones se asocian con quienes buscan disrumpirlos. Enormes empresas como Cargill o Tyson Foods invierten en startups de alimentos basados en proteínas vegetales o celulares. Están apostando al futuro.
¿Cuánto ha invertido el mundo durante todo este tiempo en las empresas disruptivas que quieren transformar al agro, los alimentos y sus canales digitales? 120.000 millones de dólares. Efectivamente, el sector privado del agro argentino pagó en impuestos la misma cantidad que todo el Capital Emprendedor del mundo ha invertido en agtech. Y esto se viene acelerando de manera exponencial. Por esta razón, en momentos en los que nuevamente se levantan voces pidiendo más retenciones, es importante remarcar que en esa decisión se juega mucho más que la rentabilidad de un sector. Nada menos que nuestra participación en el futuro de nuestra industria